Desde
sus inicios, el Monasterio de Montearagón estuvo íntimamente ligado a
la historia de la monarquía aragonesa y de la expansión territorial del
naciente reino. Fundado por Sancho Ramírez como atalaya desde donde
emprender la toma de Huesca hacía el año 1089, la fortaleza fue
transformada con posterioridad en monacato, que ocuparon canónigos
regulares de San Agustín provenientes de Loarre. Además, en Montearagón
fueron enterrados varios miembros de la casa real aragonesa, entre otros
Alfonso I el Batallador, o el infante Don Fernando, hijo de Alfonso II,
el cuarto de sus abades.
De
la primera fase constructiva el castillo conserva su perímetro
amurallado, que refuerzan torres cuadradas y poligonales. Los muros de
la Iglesia y de la torre del Homenaje, posteriormente convertida en
campanario, corresponden también a este periodo. Tras un incendio
devastador hacia 1477, Montearagón vivió un cierto esplendor artístico a
comienzos del siglo XVI cuando portaba su mitra Don Alonso de Aragón
(1470-1520) arzobispo de Zaragoza, quien encargó a Gil Morlanes el
magnífico retablo mayor que hoy se conserva en Huesca.
Durante
la Desamortización fue nacionalizado y puesto en venta en virtud de las
reales órdenes de 1836. Fue adjudicado en pública subasta en 1843 al
oscense Jaime Agustí, quien comenzó inmediatamente a desmantelar el
edificio para vender ladrillos, tejas y vigas como material de
construcción. Cuando en enero de 1843 los materiales estaban listos para
ser enviados a Huesca, un incendio devoró lo que quedaba del edificio,
convirtiéndolo en ruinas. Pocos meses después de estos hechos, pasaron
por la ciudad Quadrado y Parcerisa a quienes se debe una exaltada
descripción del incendio acompañada de una ilustración cargada de gusto
romántico.
Carderera
fue otro testigo directo de la gloria y de la devastación de este
monumento. En septiembre de 1834, de camino hacia Huesca desde el
Somontano de Barbastro, se detuvo en el monasterio y fue obsequiado por
su abad. Solo cuatro años después, el 16 de enero de 1841, lo visita de
nuevo en compañía de Bartolomé Martínez, cuando ya había sido expulsada
la comunidad. Entonces realizó dos dibujos del conjunto, que con toda
probabilidad corresponden a los conservados en la Fundación Lázaro
Galdeano y que muestran la abadía antes de su ruina. En esta misma
ocasión Carderera dibujó también los sarcófagos románticos del
Batallador y de una infanta aragonesa, que años más tarde publicó en su
Iconografía Española.
Destruidos
ambos sepulcros, los restos de Alfonso I y de a Infanta, junto con los
del abad don Fernando fueron trasladados a Huesca por iniciativa del
Liceo Artístico y Literario, para ser depositados en la capilla de San
Bartolomé de San Pedro el Viejo en 1845.
Cuando,
durante su viaje de 1855 por tierras aragonesas, quince años después,
Carderera regresó a Montearagón, lo encontró arruinado. No debió
sorprenderle, pues como vocal de la Comisión Central de Monumentos de
Madrid, había sido informado de los hechos y, además, había alentado las
gestiones realizadas por la Comisión Provincial de Monumentos de
Huesca para salvar sus restos.
Así,
en 1847, la Comisión Central pidió al Ministerio de Fomento que el
monumento volviera a su ser de titularidad pública para acabar con sus
estado de abandono. Los propietarios, que con el incendio de los
materiales habían visto frustradas sus intenciones de sacar beneficio de
la compra del monasterio, todavía adeudaban una parte del importe al
Ministerio de Hacienda y pretendían ceder las ruinas a cambio de la
condonación de la deuda. A fines de 1858, la Comisión Provincial
propuso al propietario que lo vendiera por 3000 reales, que era la
cantidad que abonó en el momento de la compra. Finalmente en 1859, tras
largas gestiones de dicha Comisión, los propietarios cedieron el
edificio a la Corona.
El
acto de toma de posesión, en nombre de la reina, fue celebrado el 2 de
julio de 1859 con un desfile militar presidido por el oficial de
intendencia de la Real Casa y al que acudieron las primeras autoridades
civiles, militares y eclesiásticas de la ciudad. Como recordatorio de
esta ceremonia, León Abadías pintó un cuadro que hoy se conserva en el
Museo de Huesca y que Carderera tuvo la ocasión de contemplar en el
estudio del artista durante su visita a la ciudad de 1862.
Entre
1859 y 1962 el arquitecto Mariano Royo dirigió las obras de
restauración con cargo al Real Patrimonio: Se reconstruyó la bóveda y
tejado de la Iglesia, y también se edificó la casa del guarda y del
capellán. En 1862 se recolocó el retablo mayor en su emplazamiento
original pues había sido trasladado a Huesca en 1847. Sin embargo, en
1863 se derrumbó la bóveda de la Iglesia. Según el dictamen del maestros
de obras el hundimiento fue causado por la negligencia del contratista,
quien uso materiales de mala calidad y obró de mala fe. A Hilarión
Rubio, maestro de obras municipal, se le encargó entonces la
reconstrucción de la bóveda que comenzó en junio de 1864 y terminó en
agosto del año siguiente.
En
1868, tras la Gloriosa, se inició una época de desinterés y abandono.
En 1892, se intentó darle nuevo uso, al ser cedido a la Diputación
Provincial de Huesca para levantar un sanatorio mental, pero este
proyecto pronto fue desechado. En 1893 el retablo mayor fue trasladado
por segunda vez a Huesca e instalado en la recién construida parroquia
de la catedral. La ruina continuó su progreso a lo largo del siglo XX,
quedando mimetizado el monumento con el paisaje que lo rodea y
convertido en una de las imágenes reconocibles de la ciudad de Huesca.
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